La soledad de vos/ de nosotros/ de usted
La soledad de vos
me llena el alma de sudor y aliento,
cuando los bares están secos
de madrugada fría
y amenaza lluvia en los rincones estériles
del fracaso ante
el noveno mandamiento de Dios.
Van construyendo el nido los chingolos
como jornaleros
sin trabajo en el estío,
a destajo del afrecho que consuman,
perdidos en cavilaciones
sobre el sexo de los ángeles,
si
el dedo es la medida del anillo
o
el anillo precede al dedo
que lo bautiza e interpela;
añorando a su amada congolita,
trinando sus canciones melodiosas.
Y la soledad de nosotros
crece
clara y fiel y fiel y clara,
transparente, devota, permanente
crece:
me tiembla en el recuerdo de tu nombre
que rememora,
a hurtadillas, su protocolo,
igual que un búfalo salvaje
haciendo señas;
y la almohada se mece perfumada
de girasoles en el
paisaje recortado de tu ausencia ilusoria.
En el calor del verano, en cambio,
la soledad de usted,
ataviada en mar,
me arrasa el cuerpo,
desvanece mi rostro entre las aguas
de rías contra lagos de montaña,
en el planeta insomne,
sin compases ni fuegos de kermés,
y me siento lejana e improbable,
extraditada al borde de equinoccios,
con la mitad de un brazo paralítico,
un ojo amoratado y otro preso
del tedio de vivir en el rellano,
lidiando por salir de la pendiente.
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