Parecía
Parecía
una de esas noches típicas
del otoño bonaerense.
Un frescor de amianto
incapaz de enamorarse
provocaba ansiedad.
Mas no más que en primavera.
El taladro
de los grillos poseídos
aturdía el silencio.
El dulce aroma de los nardos
del jardín suburbial
entraba por la claraboya
sin escrúpulos ni tanteos.
La caterva del noticiario
descubría una música
inútil y exhaustiva
anunciando
un segmento
de tregua a la perfidia.
Las parejas se citaban
en barsuchos oscuros,
en galpones o tinglados,
para hacer el amor
en consonancia.
Era casi domingo.
Un sábado
que pasó sin apologías ni presunciones.
Mucha pena. Poca gloria.
La luna y sus metáforas
protestaban benevolentes
contra el descanso.
Parecía
una noche común
de soledad andrajosa
y riesgo cardíaco en ciernes.
Un noche ideal
para que el poeta
no tuviera que manosearla,
con una sobredosis de veneno,
y se ahogase en la bañera.
Parecida a tantas noches.
Pero no.
Era una noche especial y corrosiva.
Era una noche auténtica y virulenta.
Era una noche inevitable.
La noche en que por primera vez
iba a sonar el teléfono
y una fina carraspera
en un hilo de voz
preguntaba por el número equivocado.
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