La guerra: pasión de multitudes
Hay personas que dicen
que mi poesía es desmedida y sencilla,
que debiera seguir el hermetismo,
el verso breve, el silencio oscuro,
la fuga de vocales sugerida.
Otros piden a gritos
la monótona castañuela de la prosa,
el barco a la deriva,
las noches de San Juan,
(piden pan, no les dan…),
piden ripio, la rima consonante,
la eternidad en un cuaderno con espirales.
Bastantes almas hay que dicen
que escribo muy difícil,
que no comprenden las imágenes,
que para qué usar tal o cual palabra
ininteligible, ambigua, confusa,
que afloje con la frula y la retórica.
Las metáforas se les escapan de los dedos,
y me advierten que si insisto en mi imprudencia,
dejarán de leerme,
y no podré vivir del oficio de poeta.
Como si pudiera vivir de él o sin él.
Multitud de gente, también
me acusa de ser un triste moscardón incrédulo,
una ría nigromante,
un obstáculo en el margen de costas litorales;
una fan obsesiva y enfermiza,
me inculpan
de vivir de refilón repartiendo collejas
(Dios sabrá qué significa eso).
Varios aprietan el detonador enquistado
de la tediosa revolución
que vende humo y soborna las pasiones
con sangre de cayena:
braman su lucha a la resistencia del amor,
se escandalizan por nuestra paz perseverante.
Algunas veces,
me han escrito cartitas más bellas que mis letras:
“La lluvia empieza cuando callan tus labios”
“Te debo lo que soy, señora mía”.
”Tu lista de adjetivos me duele a la distancia”
Perforan mi conciencia sus frases trepidantes.
Me enternecen y olvido lo maldito de mi obra.
el castigo que intento con furia a los cobardes,
la lanza abigarrada y descontenta
que horade el corazón con sus demonios
y me siento después, decepcionada y dolida,
como si fuera la joven que para cambiar el mundo
cambia de celular
y compra camisetas del Che
en la feria artesanal de Villa Gesell,
fumando un porro y dando asco.
Entonces, me obligo a recordar
que mi intelectualidad me abruma,
como diagnosticó un crítico de arte,
experto en descolar filípicas,
de los muchos que dialogan con el viento
en un medio prestigioso,
-como gustan llamar a sus tribunas,
escaleras de la camorra
y pactos pestilentes-;
de esos tipos que aclaran la garganta,
se excitan y sentencian que circulo
en bicicleta de una rueda,
con la ilusión de estar viajando en limousine,
con un champagne francés bajo la axila.
Ignoran que los dragones me acechan
y que hambrientos rodean mi castillo,
echando fuego por la boca.
Soy incapaz de andar por los edenes
del jardín de las delicias
deshojando margaritas.
Incapaz de mentir que me gustan los paisajes
con pulcras descripciones.
Incapaz de subirme a las nubes desterradas.
Nula en el arte de hacer pasar gato por liebre.
Les guste o no les guste,
la tragicomedia es esta:
Con el desdén de los fracasados
y la impotencia de los desposeídos,
siento orgullo de mi afonía en la niebla.
Para pelear hacen falta dos,
pero conmigo que no cuenten.